Autores:Ferrero-Tenorio-Cincotta-Socol.Verdugo-Yocco-Varela

               Luis Ferrero


Una cicatriz en el cielo de tu infancia

un beso que te iluminó la carne.

una lágrima que fue caricia

cuando la muerte te miraba







Tu nombre dando vuelta la noche

disolviéndose en mis ojos.

Soy el eco de mi mismo

en la sombra de tu ausencia

Amanece mi soledad con su luz ciega





Tu historia cabe en una flor

eres asombro y promesa

pasión y llanto

celebración y memoria



Del libro Preludios y variaciones Ediciones La Guillotina Selección La Mano de Cristal


Hernán Tenorio



Simplemente el rayo,
estremecido en las concias urbanas,
despide su epifonema de nostalgias.

Nostalgias acabadas en racimos eclécticos;
aquellos que brotan de la carne cortada,
de las lamentaciones humanas,
del silencio colectivo.

Me oigo a lo lejos estribillar las penumbras mortecinas
para que den un último suspiro.

Se encierra así su alcázar de obsoletos,
que, cuadriculados en las ventanas,
perforan ausentes
las voces, 
la proclama…
 
6.

No existe aún la metafísica real
que enjaule todas las atrocidades

que las ponga de patitas en la calle
¡Fuera, fu, fu!

No es que quiera un Paraíso
es simplemente la dignidad de andar desnudo por la selva
u obtener la residencia legal en la ciudad amurallada.

Cuando el viento es dulce
mi alma se estremece en el cuartel verdadero
desde allí espío las lajas tornasoladas
sobre las que un grupo de nómades juega al fútbol

y entre los edificios abarrotados,
pequeñas partículas pululan,
se estremecen cuando se rozan,
se frotan,
friccionan.
De Guitarra nocturna. El ojo del mármol, Buenos Aires, 2013
  foto ext de gongarpinturas.blogspot.com


Elisabet Cincotta


RECUERDOS IV

Cansada, como ultrajada por la vida, se recuesta en el marco del portal. A pesar de la violación constante, que se adentra en su osamenta vencida, mira hacia el horizonte.

Hoy la noche no parece tan oscura ni tan violenta, una línea intangible divide su cielo y su tierra.
Mañana con el amanecer habrá destellos nuevos. El portal estará sin ella



EL OTOÑO ERA
El otoño era calle empedrada, algún viejo ombú. Un cielo de barriletes acompasaba nuestro paso.
Más allá el fumador principiante encendía un Hawai* y entrecerrando los ojos nos miraba.
Nosotras coqueteábamos una sonrisa.

*Marca de cigarrillos de los años 1960



Norma Socol


EL AMOR ES UN CAMINO
El amor es un camino y salta  entre los lobos, tambalea en el filo de una llaga o de una rosa .Es un artificio creado por los dioses.
   Los hombres no están enfermos de amor si no del lirismo propio de la hipocresía. Piedra y manantial: todo en su altivez, en su brillo de luna mínima. Danza de un solo compás, sol de medianía ,   el amor es un atajo para demorar la muerte.
       Tarea obsesiva la de amar. tejer siempre el mismo tapiz, esculpir en el vacío, en la borra del café, en la noche.
     A veces nos envuelve en seda, hasta que se desintegra.
     Nada mejor para deshabitar el tiempo, para lamer la soledad de los otros.
     O será el amor la carne, su poca perfección azul?
      Un hombre fuma detrás de la ventana. :volutas de un humo encrespado, poco confiable.
     Nada hacia otra nada. Fondo sucio sobre un eje nuboso, acaso fuera eso el amor.
     En una terraza, embelezado en su juego, un niño sopla a la luna.
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CALMADO EL HORIZONTE

    Conoce el tiempo llora. Pájaros y huesos  Pero no es esa la verdad. Todo lo que viene tiburón y seda. Como  en una vieja foto donde pasan ríos, mímicos girasoles .Se oye un rumor pero no es esa la verdad.
    Ahora el vidrio empañado esfuma.:solo un silencio blando un sueño prestado tiembla entre las hojas 

    EXT .de Espejo de estar ahí Ed. Alhucema

Rodrigo Verdugo
ENCOMIENDA DE LA AHOGADA

I
Estoy fastuosamente coronada por un iceberg,
mi corazón pasa entre las cárceles de la luz,
mi corazón hace que la lluvia mienta encima de los muertos.
Como la rosa de Jericó cayendo en las alas del fénix
produzco coágulos fantásticos
que son mis ojos mirando
hacia una raíz imposible
o son las cárceles de la luz
mirándome desde un sueño ebrio.

II
¿Ay quien sabrá?
¿Quién monásticamente
decorara las ventanas con enfermedades espirituales?.
Tócame, insolado y desértico
estuve en las bodas del yodo.
Exprime mis senos arrugados
sonaran campanas impuras
todo el día domingo.
 
  



Gabriela Yocco


El secreto

Cuando bailaba sentía que sus piernas iban trazando caminos de aire en el aire, sentía que los brazos se le estiraban hasta parecer delgadas varas de sauce, sentía que el pecho se le ensanchaba como si fuera a convertirse en un globo y levantar vuelo. Bailaba cualquier cosa, en la alfombra, entre los sillones. Siempre que bailaba pensaba en su padre y bailar era una de las tantas formas de hacerlo presente. Bailar se transformaba así en una plegaria, en un llamado secreto o en un conjuro.

Otra de las formas de llamar al padre o de hablarle era quemar papelitos con palabras de amor. Había aprendido en el catecismo que –creía- Abel le había hablado así a Dios y que el humo de su plegaria había subido derechito al cielo. Dios lo había escuchado. Entonces, si el humo subía derechito, su padre allá arriba sabría que ella aún lo recordaba, que lo extrañaba, que bailaba para él.

Cuando no bailaba ni quemaba papelitos, se sentaba sola al rayo del sol en el estrecho patio de la casa y conversaba. Conversaba con los pájaros y con las nubes, con las ramitas secas de las plantas, con un amigo de aire que se llamaba Juan. Juan tenía ojos verdes, un flequillo demasiado largo y la voz suave como esa brisa que a veces le levantaba la pollera. Con él compartía sus más bellas historias, las secretas ganas de irse muy lejos y le confiaba los mensajes que a escondidas quemaba para el padre. Una vez –por torpeza- le habló a su madre de Juan y tuvo que inventarle una familia, una casa a unas cuadras de distancia, un segundo grado compartido y no sabía cuántas mentiras más. Al principio se arrepintió de haber vulnerado su secreto, pero después, como su madre no le conocía ningún amigo, simplemente decía “voy a verlo a Juan’ y se escapaba al baldío de la esquina para conversar con la familia de gatos que vivía debajo de un chapón. Así ganó un poco de esa libertad que le crecía en el pecho cada vez que bailaba o que soñaba que se iba lejos en un barco con las velas blancas como esos de las ilustraciones de los cuentos de piratas que tanto le gustaban.

Cuando no bailaba, ni quemaba papelitos ni conversaba con Juan o con los gatos, leía, que era como hacer todo eso al mismo tiempo. Para leer se metía debajo de la mesa y colgaba sábanas alrededor. O debajo de la cama, por la noche, escondiendo el brillo de la lámpara con frazadas que colgaban por los costados. Así cumplía con el ritual de la lectura, con la ceremonia de encontrarse con todos esos seres que se iban materializando a su alrededor como fantasmas de azúcar. Era necesaria la absoluta soledad, así que aunque su madre deambulara por la casa o su padrastro durmiera estrepitosas siestas en el cuarto de al lado, las sábanas colgando y la penumbra leve de esos lugares la protegían de todo.

La vida le iba creciendo así, despacio, sin que ella notara que el tiempo le iba caracoleando la cintura, le iba poniendo profundidades en los ojos y, como decía su madre, pájaros en la cabeza. Se le estiraron las piernas, comenzó a bailar con la torpeza propia de la adolescencia y dejó de quemar papelitos. Ahora los guardaba e intentaba construir cada frase con cuidado, como si fuera a romperse. Cuando escribía sentía que se prolongaba en cada letra, que volaba realmente, que realmente se iba lejos y que todo lo que le dolía de un modo incomprensible se achicaba. Escribir era como bailar. Un conjuro, una plegaria, una forma de rescatarse de la muerte, que ya era una palabra oscura y de remotas resonancias.

Veía poco al resto de la familia, pero en algunos cumpleaños y fiestas de fin de año sorprendía la mirada de ciertos parientes y una vez escuchó que una tía le decía a la abuela “es igual a su padre”. Quiso saber qué era aquello de ser igual a esa figura nocturna que la acosaba con una ternura terca, de presencia arrepentida. Pero su madre apenas hablaba de una guitarra, de un sueño roto, de la tristeza. Empezó a buscar en la figura que le devolvía el espejo un gesto, un signo de ese hombre que alguna vez la había sostenido en sus brazos. Pero la memoria era una trampa y no lograba reconocerse parte de ninguna historia. Hija del viento.

Una vez su madre concedió: “tenés las manos de tu padre”. Entonces la ausencia tuvo diez dedos y en la palma, las líneas del destino eran compartidas. A veces se encontraba mirándose las manos como interrogándolas y un día descubrió que eran en verdad hermosas. Entonces el padre era un par de manos que alguna vez le acariciaron la cabeza despeinada, que tocaron la cara de su madre, que pusieron un pañuelo en su nariz sucia, que abrieron una puerta que daba al cielo.

Y un día descubrió la carta. Alguien le había dicho que su padre también escribía y desde entonces buscó esos papeles con curiosidad y constancia, cada vez que la madre se iba y quedaba sola en la casa sin sonidos. Había encontrado ya unos poemas tristes, otros que hablaban de un amor profundo, una canción. Pero creía que debía haber más y seguía buscando.

Descubrió una caja de cartón negro debajo de un montón de ropa vieja. La abrió con el corazón aleteando. Estaban allí dentro sus primeros zapatitos, un cepillo, unos viejos guantes de raso, un mechón de pelo, fotos de su madre muy joven, una casi borrada en la que su padre sostenía una piedra en la mano –creyó- y un sobre. Estaba escrito con la letra de su padre que ya había empezado a reconocer. Una letra pareja, cuidada, con algunos trazos de deliberada energía. Leyó la frase “a quien corresponda” y no entendió. Después la letras comenzaron a bailar en sus ojos hasta que no pudo leer más.

Esperó a su madre sentada en el patio, al rayo del sol, con el sobre apretado en una mano y la mirada perdida. Sentía que tenía el cuerpo relleno de estopa como una muñeca vieja y que algo se había hecho pedazos. Sentía que estaba sentada sobre las ruinas de una ciudad bombardeada y que ni siquiera ella había sobrevivido. Sabía que ya nunca más bailaría y que sus manos serían  como dos animales muertos.
Cuando, por fin, la madre llegó y la miró con sorpresa, fueron dos mujeres las que lloraron abrazadas, silenciosamente, como si estuvieran junto a una tumba todavía abierta.




 Liliana Varela 

Karma
Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo./// “Las Ruinas Circulares” Jorge Luís Borges ////

Deseaba morir. Al fin y al cabo era la única salida. Sería la mejor manera de terminar con su torturada mente, con sus remordimientos, con su lascivo y sangriento deseo. No podía evitarlo.
Desde el primer homicidio –involuntario entonces- el sabor de la sangre y la adrenalina llamándolo se habían convertido en su única obsesión. Necesitaba matar, era imperativo sentir como la vida se extinguía bajo las palmas de sus manos, oír los ahogados gemidos de la víctima que se debatía por lograr una bocanada de aire, captar el calor del pequeño cuerpo de un infantes bajo su pecho opresor.
No lo había elegido, era más fuerte que él. Por eso había decidido entregarse a la policía, por eso había enviado las cartas señalándolo como el asesino de esas diecisiete criaturas y descubriendo los restos de las víctimas. No tenía coraje para terminar él mismo con su existencia, necesitaba que otro lo hiciera por él, que otro jalara el gatillo, que otro acabara con su miserable vida. Inyección letal: perfecta solución frente a él.
No le interesó el ruido de los proyectiles silbando en el aire, la sangre de los guardias goteándolo todo, el estallido de la dinamita volando paredes, el aullar de sirenas y alarmas, la inyección destinada a sus venas, volar junto a él. -¡Estás libre! volviste a nacer ¿no?- le gritó un preso mientras le entregaba al carcelero herido destinado a inyectarle la dosis fatal- acá tenés a tu verdugo, hacele lo que quieras pero rápido, no hay tiempo.
Miró a su verdugo herido de muerte, a la máquina que inyectaría la dosis destruida, la imposibilidad de morir, de acabar con su tortura. En una rápida reacción cargada de furia lo destrozó a golpes.
Sintió la voz de un preso junto a él...-¡VAMOS! tenemos el bus con los niños del kinder de rehenes...
Suspiró resignado. Su karma jamás acabaría...
  De Cuentos para no dormir

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